lunes, 19 de abril de 2010

Crónica: Una tarde en el Fernández


La muerte de Alicia fue pura y llanamente por negligencia médica. Cualquier doctor que se precie de tal habría observado su condición e inmediatamente la habría derivado al hospital. Quizá si hubiese consultado con su colega. Quizá Alicia hubiese terminado en el Hospital Juan A. Fernández. Y quizá se hubiese salvado.
Es un domingo tranquilo en Barrio Norte. De esos que, gracias al cambio climático, son cada vez más comunes: una otoñal primavera, en donde el sol parece confundir el calendario y acaricia con insistencia la piel. La entrada del Fernández (la principal, en la calle Cerviño, entre Bulnes y Silvio L. Ruggieri), es una explanada amplia, con una escalinata ancha y con bancos de cemento al pie de ésta, ocupados por numerosas familias, visiblemente humildes, que tomaban mate, fumaban y esperaban, (en silencio a pesar de los innumerables niños con los que habían venido al hospital), junto al puesto de panchos que se alza al costado, dentro del área del hospital. Las palomas picoteaban las colillas y restos de comidas que eran arrojados con indiferencia al suelo, por más que a pocos metros se alzaban, imponentes, dos cestos de basura.
La entrada a la guardia del hospital es el único acceso habilitado los domingos. Casi como escondida, las puertas de la guardia están abajo, al costado de la principal, hundida como una ingle en el cuerpo humano del edificio. La aparente calma de la guardia es, precisamente, aparente. Cualquier persona con alguna urgencia tiene que pasar por admisiones, en donde se las verá con Marina, una porteña de tez oscura y anteojos que hace cinco años vive en Córdoba, por lo que todos los sábados viaja desde esa provincia hacia su natal Buenos Aires. Pasado el primer obstáculo, la aparente calma mencionada anteriormente desaparece: gente esperando por ser atendida, otras siendo atendidas, personas compartiendo consultorios debido a la gran demanda médica y al poco personal.
El hospital por dentro es impecable, contrastando con la entrada. Al costado de admisiones se encuentra el quirofanito, como le dicen ahí. Un quirófano pequeño en donde se atienden, más que nada, heridos de bala o acuchillados, que los hay por miles. La gran mayoría de los pacientes del Fernández viene de la Villa 31 y zonas periféricas, por lo que el hospital, además de ser especialista en traumatología y enfermos agudos, abrió hace relativamente poco, un departamento toxicológico: “la cantidad de chicos que vienen dados vuelta por el paco es impresionante”, lamenta Adriana Sala, una de las siete asistentes sociales que trabajan en la guardia. “La vida acá es a demanda”, completa.
Pasando el quirofanito se encuentran los consultorios médicos, y siguiendo hacia la izquierda, la sección de emérgento, donde derivan los casos más graves. A pesar de la cantidad de gente que se encuentra en el hospital, parece ser un día tranquilo. No hay gritos ni corridas. Las personas que esperan ser atendidas parecen haber adoptado el famoso pedido de “silencio, hospital”, como un dogma, y esperan en silencio. Pero, indefectiblemente, el orden es alcanzado por el caos. Un grito; seco, agudo, inteligiblemente de mujer, es suficiente para que el caos prenda una mecha. Una chica, joven, de unos 15 o 16 años, acompañaba en medio de sollozos a un hombre en una camilla, aparentemente herido de bala. Más tarde, una de las toxicólogas, Micaela Montenegro, confirmó que el baleado, además, era adicto al paco. “Es muy común acá. Siempre traen paqueros. Paqueros y psicóticos. Está lleno de las dos cosas.”
La cantidad de esquizofrénicos con los que lidia el Fernández por día es casi estadístico. “Hay días que la guardia parece casi un hospital psiquiátrico”, señala la asistente social Sal. Y el paco es un estimulante importante para la locura. Es normal que las grandes ciudades alberguen una gruesa cantidad de desequilibrados mentales, (acentuada por la soledad, la gran aliada de la locura), sin embargo, la jugada del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, inundó la ciudad de gente que necesita ser tratada. “Desde que Macri dijo que haría al Borda y al Moyano hospitales a puertas abiertas, sacaron a más de 2.500 internos que hoy viven en situación de calle”, se queja Sal.
El caos y la agitación pasaron con la misma violencia con la que estalló. En segundos el herido de bala fue enviado a emérgento, perdiendo protagonismo; volviéndose una cara más, borrosa, de las miles que pasan por un hospital en un día común de otoño primaveral.
Por Álvaro López Ithurbide

1 comentario:

  1. "El caos y la agitación pasaron con la misma violencia con la que estalló."

    Al usar la palabra "violencia" le diste una fuerza inmensa a la oración. Leida en voz alta suena genial.

    Muy buena nota.

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